miércoles, 20 de abril de 2016

Cuando pre adolescentes, con la Lore nos encontrábamos a jugar todas las tardes. En verano, su casa era el lugar indicado: pelopincho y una madre que nos dejaba en paz. Ya la remera raspaba nuestros pezones, que comenzaban a mostrar cierta protuberancia, así que usábamos corpiño. También nos exponíamos a la tortura de la depilación con cera caliente, aunque nuestras piernas largas y flacas lucían casi lampiñas. En la pileta, con un vaso de agua en la mano, simulábamos ser hermosas mujeres adineradas y con novios apuestos. Un día una tomaba el papel de la dama y la otra era el novio. Al otro día, cambiábamos los roles. La cuestión es que esa ficción, que duró todo un verano, nos llevó a besarnos en la boca, apretarnos los pezones con dedos que probaban el límite entre placer y dolor y convertir nuestras biquinis pudorosas en tangas escandalosas con el sólo truco de meterlas entre los cachetes de la cola. Aprendimos qué cosas nos causaban placer y qué partes del cuerpo debían ser tocadas con más precisión que otras para que los gemidos salieran sin necesidad de fingirlos. Y nunca hablábamos de ello, claro. Luego del juego, tomábamos la merienda o nos íbamos un rato a la plaza para ver a los chicos que nos gustaban. Porque todo lo que practicábamos durante esas tardes estaba destinado a ellos. Los primeros pasos en el amor los dimos de la mano. Como casi todas las cosas que viven dos amigas de la infancia. Victoria Nasisi

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